Desde hace más de 40 años, Antonio Rodríguez Valadez elabora artesanalmente, basado en principios científicos, aparatos que hacen recobrar el movimiento a pacientes que han perdido o sufren problemas de alguna extremidad.


Por: María Luisa Medellín
El Norte 3 de Agosto 2008

Para llegar a su trabajo, Ofelia atravesaba las vías del tren entre los interminables vagones detenidos.

Sin embargo esa mañana del 23 de septiembre de 1999 la vieja máquina avanzó cortándole ambas piernas; la izquierda, por debajo de la rodilla, y la derecha por encima de la cadera.

Apenas había cumplido 14 años, y tras casi uno más en rehabilitación, seguía en una silla de ruedas. El médico del Seguro Social la envió a solicitar presupuesto con tres especialistas en prótesis, aunque antes le asesto su cruel diagnostico. “ni te hagas ilusiones. No creo que puedas volver a caminar y tampoco a sentarte bien”, y es que el accidente, la chica, hoy de 23 años, también pedio uno de sus glúteos.

Ofelia estaba realmente desanimada, pero no iba a dejar que esas palabras la hundieran más.  “Primero está la voluntad de Dios”, recuerda que le contesto a aquel hombre. Giró la silla impulsando las ruedas con sus manos y se fue.

Ocho años después camina sin dificultades, contrajo matrimonio el año pasado y hace poco le pregunto al protesista ortesista que fabrico sus piernas a la medida y la enseño a andar de nuevo, que solución crearía para ella si llegara a embarazarse.

“A ver qué hago, Tu no te preocupes”,  recuerda Antonio Rodríguez que le contesto, y ahora voltea a ver a Ofelia, quien asiente tímida. Morena, de ojos grandes y cabello claro, rizado y teñido se encuentra en el consultorio de Toño, pues le están dando mantenimiento a sus extremidades, como cada cuatro o seis meses.

Esta vez hubo que cambiar la desgastada rodilla de una delgada estructura metálica que va recubierta con una especie de esponja color piel con la forma de su pierna y cadera.  Además, hacer una funda nueva entre el muñón bajo la rodilla y la otra prótesis que ajusta perfectamente con un sistema autosuspensor.

“Hay que hablar con su ginecólogo si ella planea tener un hijo”, prosigue Antonio, quien a sus 60 años conserva el cabello negro y lacio casi sin canas, como sus cejas pobladas y bigote. Ofelia esta desarticulada de la cadera y la prótesis de esa pierna cubre el glúteo y la mitad del abdomen con una canastilla pélvica sujeta por un cinturón de piel, por lo que al avanzar el embarazo no le quedaría. “Al principio podríamos hacer ajustes, como cuando adelgaza o aumenta de peso, y tal vez suspender su uso más adelante”.

El entusiasmo que la joven experimente hoy contrasta con el estado depresivo en el que llegó. “No pensaba que iba a caminar; y cuando vi el tubo de metal con la rodilla me pareció muy feo, no quería usarlo, pero don Toño me explico que llevaría una cubierta”, comparte la chica, quien es maestra de manualidades. “Me dio ánimo y tuvo mucha paciencia porque tarde como un año para caminar y subir escaleras. Ahora ando donde quiera y hasta cambio de zapatos para combinarlos con la ropa”, ríe complacida.

En todos los casos, Antonio se adapta a las necesidades de sus pacientes y va más allá. Cada que la prótesis de Ofelia requieren mantenimiento, modificación o cambio de piezas, cotiza por debajo del costo de otros especialistas con tal de que el seguro lo autorice, porque ella no desea que la atiendan en ningún otro sitio. “No es presunción, pero aquí vienen pacientes a los que ya mandaron con otra gente, pero se les quebraron los aparatos o no funcionaron, y ya no los suelto, no quiero que anden batallando”

Antonio llegó al mundo el 8 de Noviembre de 1947. Sus padres, Eusebio Rodríguez Loera  y Guadalupe Valadez González, procrearon otros cinco críos más. El matrimonio trabajo por muchos años en Fundidora: él en aceración; ella en la cooperativa Acero. En casa todos compartían los quehaceres, ya que Eusebio contaba con una pequeña granja y había que darles qué comer a las vacas y regar los arboles.

Antonio tendría 14 años cuando comenzó a ayudarle a su hermano Mario, de 30, en Cermac, uno de los primeros centros de rehabilitación donde fabrican aparatos ortopédicos. No existían escuelas especializadas y el personal con más experiencia transmitía su aprendizaje a los nuevos.

Eran los albores de los 60. La poliomielitis hacía estragos en el país y en el mundo. Miles de niños y adultos padecían las secuelas de la enfermedad. “Yo empecé desde barrer y aplanarle la cabeza a los remaches (micro clavos con punta chata), seguí con modificaciones ortopédicas al calzado comercial y, más tarde, a fabricar aparatos, lo que ahora se llama ortesis”.

Cuenta que a los 18 años viajó a la ciudad de México para estudiar la carrera de técnico en aparatos ortopédicos y prótesis, en el Instituto Mexicano de Rehabilitación, gracias a una beca que le consiguió Diana Muraira, una de las contadas fisioterapeutas locales. Era la mejor escuela de Latinoamérica, recalca orgulloso, aunque no ha dejado de actualizarse con cursos en el extranjero sobre corrientes norteamericanas, inglesas y alemanas.

Al regresar de la capital decidió independizarse, y con sus pocos ahorros rentó un inmueble, casi a una cuadra del actual, en América y Tapia. Como pudo fue haciéndose de instrumentos de medio uso: un taladro especial, una maquina de coser que aún conserva y otras herramientas. En una ocasión, el director de una de las dos compañías más fuertes de aparatos ortopédicos, en Texas visitó Monterrey, y al ver lo que Antonio hacía con más creatividad que recursos, lo invitó a trabajar allá. El rechazó la oferta, siempre pensó que hacía más falta aquí.

Todavía sigo atendiendo a quienes iban conmigo de niños. Ahora tienen 40, 50 años o más, ya que sigue habiendo muy poca gente preparada. Platica que por más de 30 años trabajo solo, en jornadas de 16 a 17 horas, y tanto su esposa, Yolanda Elizondo, con quien se casó hace 36 años, como sus cuatro hijos, supieron comprender su apasionada vocación.

Ahora dirige un equipo de seis personas y, aun así, los sábados dan las ocho de la noche y el apenas está cerrando el consultorio, al que acuden unos 50 pacientes por semana.

Antonio se acomoda los lentes y cuenta que desde un principio le entusiasmaba ver como un paciente sin fuerza en la pierna se ponía de pie tras colocarse un zapato especial con barras metálicas.

De hecho, algunos de estos aparatos siguen siendo funcionales, aunque con técnicas avanzadas, materiales ultraligeros y basados en conceptos biomecanicos y anatómicos que permiten mayor comodidad y seguridad. Piezas artesanales personalizadas, con costos muy por debajo de los que alcanzan las prótesis computarizadas, de hasta un millón de pesos o más.

Obsesivo en su trabajo, al grado de que cuando le suturaron la frente por un accidente con su camioneta, se enredo una venda en la cabeza, se puso gorra y siguió con sus consultas, Antonio camina hacia su laboratorio y taller, atrás del consultorio. Muestra un zapato sobre medida con la parte frontal más ancha y alta, una horma para contrarrestar una desviación medial del pie y un tacón de Thomas, más alto y ancho en la parte interna, que la externa. “Es un calzado ortopédico fabricado por nosotros. No se consigue en ningún lado. Es de un forro muy suave, pero duro en l aparte de atrás porque va a controlar el movimiento del retropié, el tobillo y la rodilla”.

Luego acerca otro con unos resortes para que el pie se mueva de arriba hacia abajo, ya que el paciente no puede hacerlo en forma normal. Hay quienes llegan a él luego de varias cirugías y el uso de aparatos inadecuados.

Gengis Cavazos, un ex soldador de 40 años que sufrió la amputación de ambos brazos en 1989, tras una descarga eléctrica que se los calcino, había acudido antes con tres ortopedistas. “Pero las prótesis que me ponían se quebraban o eran incomodas, hasta que del seguro me autorizaron venid con don Antonio”

El diseñó un par de resistentes brazos unidos por la espalda con unas abrazaderas y un arnés de piel. Un par de ganchos hacen la función de los dedos y se accionan con hilos metálicos tensores cuando mueve los músculos de la parte alta de la espalda. “Fueron dos semanas para aprender a usarlos, y don Antonio al pendiente de que no tuviera molestias. Puedo dormir con ellos, escribo, manejo y como puse un deposito carba cajas, picaba hielo y cobraba”.
Antonio cambia cada año y medio los brazos de Gengis. Esta tarde le confirma que le hará unos de fibra de carbono con una articulación de muñeca más fuerte. El sonríe satisfecho porque la superficie de los actuales esta algo raspada. Los casos más desesperados son un reto que Antonio asume gustoso.

Recuerda cuando Francisco Javier Aguilar, un guardia de seguridad de una tienda departamental que está en la sala de espera, llegó con el muñón de la pierna izquierda sangrante, por lo que resultaba imposible colocarle una prótesis. “De eso hace 14 años, y lo que hice fue perforar el socket que va unido a la piel para que supurara; se acabaron los problemas. Desde entonces, cada tres años le cambio la pierna porque camina todo el día”

Gengis, Francisco y Ángeles Treviño, quien padece secuelas de poliomielitis, piensan en Antonio como amigo, más que como especialista. “La lección que me dejo es que primero está la salud”, señala Ángeles, de 53 años, a quien Antonio trata desde los 10.

“A mi otras personas me dijeron que podía usar zapatos de moda o de cualquier tipo, y Toño fue el único que me advirtió del daño que me harían. A él le interesa la gente, más que lo que pueda ganar”.

Antonio dirige un equipo de seis personas, incluida su hija Elsa Patricia, de 32 años, ojos expresivos y tez blanca, quien traza una horma sobre cartulina. “Son para un niño con acortamiento de pierna, con desviación a nivel de pie, tobillo y rodilla, al que operaron en varias ocasiones y solo lo lastimaron”, explica Antonio. “Su mama lo trajo después de andar por muchos lugares, aquí y en el extranjero, pero ya comenzó a mejorar. Su caminar se ha vuelto más firme y seguro”.

En este taller de la vida hay largas mesas de madera, taladros, alineadoras, horno para fundir materiales, hojas con medidas sobre el contorno de pues o piernas y estantes con aparatos y zapatos terminados. Cándido, uno de los trabajadores, cese a máquina un pedazo de piel. Rolando da forma a una pierna con una esponja de origen alemán, Ángel y Carlos pegan suelas y Raúl devasta un tacón en una rebajadora.

Antonio continua la plática mientras hace orificios en unos moldes de yeso sobre los que colocara termoplástico y meterá al horno para hacer unas delgadas plantillas para el control de un pie plano.  Elsa afirma que su papa no tiene límites cuando se trata de ayudar los pacientes, y puede ser estricto, pero muy tolerante. Ella estudio pedagogía, pero lo acompaña porque desde Febrero cuando falleció Erika Natalia, otra de sus hijas, él decayó emocionalmente aunque no baja el ritmo pese a una lesión de columna que le provoca cansancio y ardor en las piernas.

En ese momento llega al consultorio Gustavo Gallardo, de 34 años y tricampeón estatal de lucha grecorromana. Tiene una pierna de fibra de carbono bajo la rodilla, unida con un socket de contacto total y un coselete asido a unas bandas que se ajustan en la cintura. Antonio lo atiende desde que era bebe y su trato es muy familiar. “Me amputaron porque estaba deshidratado y en vez de inyectarme suero en una vena lo hicieron en una arteria de la pierna, y se gangreno. “Esta es mi octava prótesis y vaya que resisten porque son hiperactivo. Aparte, don Toño busca las mejores opciones para que andes como si nada. Tomate una foto con el” le pide sonriente al fotógrafo. El aprecio de sus pacientes es reciproco. Nada le ilusiona mas a Antonio que alejarlos de una vida que solo ven frente a su silla de ruedas. Sus manos logran que recobren la fe y den pasos firmes en ella.